lunes, 29 de noviembre de 2010

El día de la bola de fraile

En los conventos benedictinos de los siglos XV  y XVI la búsqueda de una bola que simbolizara Lo Absoluto era una de las tantas actividades que los monjes desarrollaban día tras día.
La búsqueda de la bola, como la búsqueda de la manija para la bola, llega hasta nuestros días en el dicho popular que refiere a "la bola sin manija" cuando algo o alguien se encuentra perdido.
La historia secreta de la bola de fraile cuenta que los benedictinos llegan a elaborar un par en algún momento, pero sus enemigos de siempre, los curas maledictinos, les roban las bolas de la Abadía de Saint Águila Saint, en Edimburgo. Esta orden de chorros ya estaba siendo cuestionada por el papa Gregorio de Laferrere,quien sospecha que nada bueno deben esconder aquellos monjes que se autodenominan maledictinos. Pero el Papa ya es demasiado viejo para perseguir a nadie, y hace años que sus subordinados han dejado de hacerle caso. Su arteriosclerosis es tan avanzada que durante las ceremonias que oficia cuenta chistes verdes y suele chiflarles a los monaguillos para que le alcancen el vino de misa, tal como si se encontrase en una taberna  libando con amigos. Mientras tanto, los curas maledictinos  huyen con las bolas atravesando las Galias, pero en su camino se topan con un grupo de monjes italianos de la orden de Torino Coupé. Los maledictinos luchan con los torinenses durante ciento treinta años por aquel par de bolas mágicas y esotéricas. La guerra finalmente culmina en un empate cuando ambas órdenes religiosas son diezmadas por las tropas de Atila, que se va rumbo a España aprovechando la temporada baja. Se supone que las bolas de fraile se la come el propio Atila creyendo que se trata de una víscera u órgano de alguno de sus enemigos cristianos. Sin embargo, el misterio de la bola ha sido tomado por los jesuitas, que vuelven a ensayar miles de fórmulas para conseguir la esfera mística. Los monjes de esta orden, una vez instalados en América, dedican todo su tiempo en el proyecto hasta que lo logran. Pero los jesuitas tenían los días contados con los dedos de una mano y deben dispersarse y huir por el actual litoral argentino. Desnudos, disfrazados de indios, o con sus hábitos, o sea disfrazados de boxeadores, llegan hasta la capital del virreinato del Río de la Plata, donde los recibe Santiago de Liniers, que en el aquel momento se dedicaba a echar a unos ingleses medio borrachos que habían sitiado las ciudad de Buenos Aires, decide endurecer sus bolas con el aceite hirviendo que las criollas arrojan a los británicos y utilizarlas como balas de cañón fritas. Pero grande es su sorpresa al advertir que las tropas de Whitelocke se solazan masticando los proyectiles patrios.
Es así que al finalizar la contienda la bola de fraile se incorpora a la cocina nativa y de allí pasa a las mesas del mundo entero, que ahora se la come demostrando que en la lucha por la soberanía nacional hacen falta bolas, frailes, aceite, y un poco de suerte también.

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